De vuelta a casa, ya lejos del bullicio,
de la luz inclemente,
del frenesí,
amparada en el silencio de peñas,
prados y montes, me recobro y evoco
las horas pasadas bajo la luz de Narciso.
Fue él quien convocó a los oficiantes.
Su pueblo, entre paramos y exiguo,
de disposición
angosta y exacta,
con muros de adobe, cal y madera,
luce al sol de la mañana de julio.
El corral del Museo transformado
en aula, alberga la celebración.
De trazo antiguo, el lugar posee
la belleza de los claustros y patios,
su sombra, su misterio, su recogimiento.
Entre sus muros afloran vidas arcaicas,
un espacio de luz tan limpia y estricta
que aporta veracidad a las formas,
luz caprichosa, cuando roza los arboles
estremecidos por la suave brisa.
Me desnudo y comienza la liturgia,
revuelo de caballetes a mi alrededor,
el silencio se apodera
del lugar,
únicamente la voz del
maestro
y el eco del lápiz, lo quiebran.
Ojala que el sigilo, el embrujo del instante,
consienta en avivar la mirada interior,
ver más allá de la medida de mi piel,
descubrir y atisbar secretos del cosmos.
Me fascina el milagro de la vida.
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