Casó muy joven, con apenas los dieciocho.
La madre, al cargo de la prole, once, la mayoría hijas,
la persuadió con milongas: “Es un hombre trabajador,
tiene fincas, propiedades, te tratará bien.”
Él, laborando en las fincas, el tute en la taberna,
el fútbol, los negocios y asuntos de trabajo.
Ella ansiando desgranar sus quiméricos anhelos,
soñando otros universos, resignándose a lo pactado.
Lola, escasa de escuela, leer, escribir y cuentas,
envidiaba a las mujeres “con cultura y carrera”
de vidas apasionantes, teatros, cine, tertulias,
recorriendo el mundo.
Una noche hechicera, vivió un utópico sueño;
era una azafata de
sonrisa resplandeciente,
convulsa alucinación que la empujó a consagrarse
al delirio de volar a
caballo de las nubes.
Urdió una quimera, entelequia inocua,
nuevo e intimo mundo , navegaba por rutas aéreas,
escudriñaba los
cielos, imaginaba itinerarios,
destinos célebres y
remotos.
Peripecia soberana, dominaba varias lenguas,
relaciones
exquisitas, metrópolis exóticas.
Existencia clandestina que ella mantenía viva,
oculta en un recóndito
pliegue de su corazón.
Con ochenta y cinco años, una tarde de mayo,
cuando pintan las cerezas, resolvió revelar su secreto.
Tomó las manos del esposo, sentado a su lado,
y confesó su oculta verdad:
— “¿Ves aquel avión que vuela alto?
Va camino del Oriente,
en su interior viajo yo,
mi destino es Estambul.”
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